Gaza no es un país ni parte de una nación ni
una franja de tierra y mucho menos un conjunto de seres humanos: es una simple
inversión. Israel -lo digo sin un ápice de ironía- no está aplicando una
política genocida en Palestina: quiere matar unos cuantos niños, pero no a todos
los niños; quiere destruir escuelas y hospitales, pero no impedir radicalmente
la supervivencia; quiere que adelgacen sus habitantes, pero no matarlos de
hambre. No olvidemos que fue Sharon, el mismo que jugó durante meses al gato y
el ratón con Arafat en la Muqata, quien aplicó el llamado “plan de desconexión”
en 2005 para convertir Gaza en una gran pequeña Muqata de 1.500.000 habitantes.
Gaza es muy importante para Israel. Es el orinal donde los gobiernos sionistas
desahogan sus más bajos instintos; es el hermano pequeño y desarmado al que
golpean cuando querrían golpear al hermano fuerte; es el basurero donde sus
políticos entierran sus miserias; es el muro donde embadurnan su propaganda
electoral; es su vídeo-juego militar; es el escaparate de su mercado de
seguridad; es el rehén de toda negociación; es la condición misma -un complicado
sistema de respiración asistida- de conservación del Estado. Como repite el
escritor libanés Elias Khoury, “Israel compra tiempo a cambio de sangre” y los
gazatíes son los que hacen el gasto. Gaza es el banco central de Israel; su
reserva de divisas. Es imprescindible. “Desconectada”, bloqueada,
descascarillada, a veces golpeada, pero imprescindible. Israel no quiere ni
destruir Gaza ni asesinar a todos sus habitantes. Puede parecernos que está
bombardeando sus edificios y matando a sus niños, pero en realidad está
“cuidando” su herramienta favorita, afinando sus instrumentos, aquilatando su
musculatura. Está “mimando” Gaza, sacándole todo su partido, rentabilizando
todas sus “prestaciones”.
Está, como dicen los analistas, mandando “mensajes”. Los mensajes de Israel son tan evidentes y previsibles que hace falta poca ciencia para descifrarlos. Es bueno que sean claros para que todos los entiendan. Uno va dirigido a los electores israelíes, para que experimenten los peligros del “antisemitismo islámico” y el alivio de un gobierno fuerte, implacable con el enemigo, implacable también con los disidentes. Otro va dirigido a Egipto y a todos los países musulmanes -de Túnez a Turquía- que, tras las sacudidas y cambios de los dos últimos años, podrían sentirse tentados de revisar sus relaciones con Israel. Otro es para Irán, como enseñándole y escamoteándole los dientes desde su habitual campo de entrenamiento. Otro no menos importante tiene como destinatario a Obama, al que se quiere forzar a un alineamiento estadounidense incondicional, como en los últimos 40 años, recordándole por la vía de los hechos que Israel es su único verdadero aliado en la zona y el único garante de sus intereses en la región. El último mensaje, y el primero, es para todos: Israel, el más artificial y forzado, es el único Estado verdaderamente “independiente” del mundo y está dispuesto a todo -bombas, asesinatos, guerras apocalípticas-, sin importarle ni el derecho internacional ni las reglas humanitarias ni los equilibrios diplomáticos ni el pragmatismo político ni la moral común, con tal de mantener con vida su identidad racista y colonial.
Si el medio es el mensaje, los mensajes de Israel tienen una dimensión inhumana y delictiva. Pero tienen también, por primera vez quizás desde 1948, un timbre desesperado. Bajo las hipócritas y obscenas declaraciones de apoyo occidental al agresor, escuchamos una inquietud nueva y percibimos una reacción insólita de disgusto. Israel se siente menos cómodo; está más aislado. Como bien recordaba Ilan Pape pocos días antes de los nuevos ataques sobre Gaza, la verdadera preocupación del régimen sionista se centra en los cambios que vienen quebrando el statu quo en la región; la llamada “primavera árabe” constituye una seria amenaza, estratégica y política, para su supervivencia. Paradójicamente, bajo el empuje de los pueblos árabes contra las dictaduras locales, Israel se ha inscrito por fin, como toda naturalidad, en el Próximo Oriente; es una dictadura árabe más que se opone, con los mismos medios que Mubarak, Ben Ali o Bachar Al-Assad, a la democratización del mundo árabe. De ahí sus alianzas, activas o pasivas, con todos los dictadores; y de ahí el esfuerzo que está haciendo para apoyar, desde la retaguardia, todas las contrarrevoluciones. De ahí también su interés en alimentar todos aquellos fanatismos sectarios que, como en el caso de Al-Qaeda, puedan impedir la constitución soberana de gobiernos árabes democráticos cuya legitimidad degrade la de Israel ante la opinión pública y los convierta ante las potencias occidentales en interlocutores inevitables en un nuevo marco de alianzas regionales.
Pero Israel es así. Su debilidad es una buena noticia que debería alegrarnos. No podemos. Porque lo que da la verdadera medida del peligro israelí para la paz mundial es precisamente su capacidad -y su decisión- para convertir una buena noticia en la peor noticia posible: niños muertos, familias destrozadas, casas derribadas. Gaza es el mensaje que todos debemos escuchar. Si hay un actor irracional en la región no es Al-Qaeda ni Bachar Al-Assdad, no obstante toda su irracionalidad criminal; si hay un actor irracional en la región es Israel y su aislamiento multiplica los peligros para todos. Gaza es el mensaje. Israel -viene a decirnos la misiva- tiene tan pocos escrúpulos como Al-Qaeda, muchas más armas que Bachar Al-Assad, incluidas las nucleares, y es infinitamente más “independiente” que los EEUU. Llegado el caso, para defender un proyecto cuya raíz “ideológica” no atiende a razones ni a pragmatismos de ninguna clase, estaría dispuesto a usar todos los medios, en cualquier dirección, sin importar las consecuencias.
El otro mensaje, el último y el primero, lo proclaman del otro lado los palestinos, a los que no debemos olvidar. Frente a esa lluvia de fuego quirúrgicamente infanticida, contra ese Goliat bravucón que quiere convertirlos en orinal, basurero, cartel electoral, vídeo-juego, escaparate y moneda de cambio, los pocos e inofensivos cohetes que lanzan desde Gaza los palestinos son una simple, elemental, natural, rabiosa y dolorosa declaración de dignidad humana. Ojalá los israelíes, si no su gobierno, fueran capaces de comprenderlo; ojalá los gobiernos occidentales -al menos ellos- escucharan el mensaje de Palestina, como lo han escuchado ya todos los pueblos árabes y buena parte de los pueblos de la tierra.
Está, como dicen los analistas, mandando “mensajes”. Los mensajes de Israel son tan evidentes y previsibles que hace falta poca ciencia para descifrarlos. Es bueno que sean claros para que todos los entiendan. Uno va dirigido a los electores israelíes, para que experimenten los peligros del “antisemitismo islámico” y el alivio de un gobierno fuerte, implacable con el enemigo, implacable también con los disidentes. Otro va dirigido a Egipto y a todos los países musulmanes -de Túnez a Turquía- que, tras las sacudidas y cambios de los dos últimos años, podrían sentirse tentados de revisar sus relaciones con Israel. Otro es para Irán, como enseñándole y escamoteándole los dientes desde su habitual campo de entrenamiento. Otro no menos importante tiene como destinatario a Obama, al que se quiere forzar a un alineamiento estadounidense incondicional, como en los últimos 40 años, recordándole por la vía de los hechos que Israel es su único verdadero aliado en la zona y el único garante de sus intereses en la región. El último mensaje, y el primero, es para todos: Israel, el más artificial y forzado, es el único Estado verdaderamente “independiente” del mundo y está dispuesto a todo -bombas, asesinatos, guerras apocalípticas-, sin importarle ni el derecho internacional ni las reglas humanitarias ni los equilibrios diplomáticos ni el pragmatismo político ni la moral común, con tal de mantener con vida su identidad racista y colonial.
Si el medio es el mensaje, los mensajes de Israel tienen una dimensión inhumana y delictiva. Pero tienen también, por primera vez quizás desde 1948, un timbre desesperado. Bajo las hipócritas y obscenas declaraciones de apoyo occidental al agresor, escuchamos una inquietud nueva y percibimos una reacción insólita de disgusto. Israel se siente menos cómodo; está más aislado. Como bien recordaba Ilan Pape pocos días antes de los nuevos ataques sobre Gaza, la verdadera preocupación del régimen sionista se centra en los cambios que vienen quebrando el statu quo en la región; la llamada “primavera árabe” constituye una seria amenaza, estratégica y política, para su supervivencia. Paradójicamente, bajo el empuje de los pueblos árabes contra las dictaduras locales, Israel se ha inscrito por fin, como toda naturalidad, en el Próximo Oriente; es una dictadura árabe más que se opone, con los mismos medios que Mubarak, Ben Ali o Bachar Al-Assad, a la democratización del mundo árabe. De ahí sus alianzas, activas o pasivas, con todos los dictadores; y de ahí el esfuerzo que está haciendo para apoyar, desde la retaguardia, todas las contrarrevoluciones. De ahí también su interés en alimentar todos aquellos fanatismos sectarios que, como en el caso de Al-Qaeda, puedan impedir la constitución soberana de gobiernos árabes democráticos cuya legitimidad degrade la de Israel ante la opinión pública y los convierta ante las potencias occidentales en interlocutores inevitables en un nuevo marco de alianzas regionales.
Pero Israel es así. Su debilidad es una buena noticia que debería alegrarnos. No podemos. Porque lo que da la verdadera medida del peligro israelí para la paz mundial es precisamente su capacidad -y su decisión- para convertir una buena noticia en la peor noticia posible: niños muertos, familias destrozadas, casas derribadas. Gaza es el mensaje que todos debemos escuchar. Si hay un actor irracional en la región no es Al-Qaeda ni Bachar Al-Assdad, no obstante toda su irracionalidad criminal; si hay un actor irracional en la región es Israel y su aislamiento multiplica los peligros para todos. Gaza es el mensaje. Israel -viene a decirnos la misiva- tiene tan pocos escrúpulos como Al-Qaeda, muchas más armas que Bachar Al-Assad, incluidas las nucleares, y es infinitamente más “independiente” que los EEUU. Llegado el caso, para defender un proyecto cuya raíz “ideológica” no atiende a razones ni a pragmatismos de ninguna clase, estaría dispuesto a usar todos los medios, en cualquier dirección, sin importar las consecuencias.
El otro mensaje, el último y el primero, lo proclaman del otro lado los palestinos, a los que no debemos olvidar. Frente a esa lluvia de fuego quirúrgicamente infanticida, contra ese Goliat bravucón que quiere convertirlos en orinal, basurero, cartel electoral, vídeo-juego, escaparate y moneda de cambio, los pocos e inofensivos cohetes que lanzan desde Gaza los palestinos son una simple, elemental, natural, rabiosa y dolorosa declaración de dignidad humana. Ojalá los israelíes, si no su gobierno, fueran capaces de comprenderlo; ojalá los gobiernos occidentales -al menos ellos- escucharan el mensaje de Palestina, como lo han escuchado ya todos los pueblos árabes y buena parte de los pueblos de la tierra.
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